La relación entre Estados Unidos y China en el ámbito de la tecnología avanzada, particularmente en el desarrollo de inteligencia artificial (IA), atraviesa un momento crítico y complejo. A medida que las tensiones geopolíticas se intensifican, las políticas de inversión exterior de la administración estadounidense representan un punto focal para el futuro de esta crucial tecnología. Las recientes restricciones, que limitan la capacidad de las empresas de capital de riesgo de EE. UU. para invertir en modelos de IA avanzados chinos, reflejan preocupaciones amplias y profundas sobre el equilibrio de poder global en el sector tecnológico.
En este contexto, la administración entrante de Trump podría adoptar un enfoque aún más radical hacia China. No es incrédulo pensar que podrían surgir nuevos bloqueos económicos que eviten la colaboración y organicen una barrera más alta alrededor del “jardín tecnológico” de los Estados Unidos. Un enfoque robusto podría, potencialmente, incluir la utilización de medidas más severas y ampliamente aplicables. La premisa básica de un “jardín pequeño, cerca alta”, defendida por la administración anterior, podría transformarse en una política que desencripte un radio de acción más expansivo.
La preocupación radica en que China pueda eventualmente igualar o superar a Estados Unidos en el desarrollo de tecnologías clave como la inteligencia artificial, que no solo es un motor de crecimiento económico sino también un potencial multiplicador de poder militar. La era de la hegemonía tecnológica unipolar de Estados Unidos podría llegar a su ocaso si no se actúan ahora medidas preventivas eficaces. Sin embargo, es crucial que estas medidas sean estratégicas y no simplemente reactivas o punitivas.
Un aspecto notable es que las restricciones basadas en el rendimiento técnico de los modelos de IA, medida en flops, pueden ser un arma de doble filo. Si bien establecen un umbral claro para mantener el control sobre las inversiones, también corren el riesgo de sofocar la innovación interna. A corto plazo, estas políticas pueden dificultar a Estados Unidos un aprovechamiento de las ideas y desarrollos emergentes de startup externas que podrían, en su lugar, buscar refugio en mercados más accesibles al capital extranjero. Esta dinámica podría empujar a otros países a llenar el vacío de financiación, especialmente si no adoptan estándares similares.
Adicionalmente, la idea de tratar de coordinar dichas restricciones con aliados de Estados Unidos podría resultar ser tanto una precaución como una carga. Las economías de países como Japón, Canadá y miembros de la Unión Europea tienen sus propios intereses nacionales y personales en juego que podrían no alinearse perfectamente con la política estricta de inversiones de Estados Unidos. En este sentido, persuadir a estos aliados para que adopten un enfoque común es esencial pero difícil de lograr en un mundo interconectado y multilateral.
La posibilidad de un cambio más amplio y generalizado de las reglas bajo Trump podría enfrentar una oposición significativa dentro de la comunidad empresarial en Estados Unidos. Dado que algunas de las mayores empresas estadounidenses que tienen inversiones significativas en China podrían sufrir con restricciones más severas, puede haber presiones internas para mitigar los impactos en el comercio y la cooperación internacional. El desafío radica en balancear los intereses nacionales de seguridad con las oportunidades financieras globales, asegurando así que el camino hacia el progreso no esté lleno de fragmentación.
La vigilancia y el monitoreo continuo de las inversiones ofrecidas por la administración al imponerse un umbral de rendimientos técnicos, si bien importante, no es una solución inequívoca. La IA, como muchas otras tecnologías modernas, es en gran parte de uso dual: puede utilizarse para el bien común y la mejora de las sociedades, pero también para fines más oscuros y destructivos. Por ello, las políticas no solo deberían enfocarse en dónde se invierte el capital, sino también en cómo se usa y regula la tecnología producida.
En definitiva, los efectos a largo plazo de estas medidas políticas tardarán en cristalizar. Sin embargo, es evidente que la conversación en torno a dónde, cómo y por qué se invierte en inteligencia artificial refleja la importancia geoestratégica de unas tecnologías que moldearán el futuro económico y político. La administración estadounidense, actual y futura, debe ser muy cuidadosa para no ahogar su propio potencial innovador mientras intenta obstaculizar el avance de otros en el ámbito global. La estrategia más sabia sería aquella que encuentra un equilibro preciso entre cooperación y competencia, TI como un puente, no como una barrera infranqueable, hacia un futuro compartido.